Anna Neistat, directora general de Investigación en Amnistía Internacional
 
Se acerca el invierno.
 
Seguro que conocen la frase, emblemática y siniestra, incluso si no han visto Juego de tronos. En la serie de televisión, se murmura significativamente como un aviso, no sólo de que tras un largo verano se avecina un duro invierno, sino de que el invierno conlleva una amenaza para la existencia del mundo: un ejército de muertos. Esta amenaza hace que todas las crueles maquinaciones, traiciones y peleas parezcan insignificantes y mezquinas.
 
Como defensora de los derechos humanos, veo a líderes de todo el mundo buscando víctimas propiciatorias y creando división para anotarse puntos políticos, y no puedo evitar pensar que quizá el invierno se esté acercando para todos y todas; un futuro tenebroso en el que la protección de los derechos humanos habrá dejado de tener sentido.
 
El “verano” ha sido largo y fructífero. Hace 70 años, en 1948, el mundo se unió para adoptar la Declaración Universal de Derechos Humanos, que afirmó por primera vez que los derechos humanos deben protegerse para “todos los pueblos y naciones.”
 
Este compromiso sin precedentes con la protección de los derechos humanos fue obra de quienes sobrevivieron a la larga noche de horror que acababa de padecer la humanidad y se hermanaron para garantizar que las cámaras de gas, el exterminio de pueblos enteros y el sufrimiento de la población civil no volvieran a suceder jamás en esta escala.
 
Desde entonces, gente de todo el mundo ha cosechado victorias notables garantizando los derechos de las mujeres y las comunidades LGBTI, alzándose frente a gobiernos abusivos, destituyendo regímenes totalitarios aparentemente indestructibles y exigiendo cuentas a jefes de Estado. Las personas han creado una sociedad que sería irreconocible para quienes surgieron de los momentos más tenebrosos de la historia humana resueltos a que no se repitieran jamás.
 
Pero ahora parece que estamos retrocediendo en el tiempo. No creo que los últimos 70 años hayan sido de color rosa. Los defensores y las defensoras de los derechos humanos somos como los hermanos de la Guardia de la Noche: estamos un poco más cerca de los fríos vientos, avisamos, hacemos sonar la alarma y protegemos de los peores abusos. El principio básico que mantuvo a raya los vientos del invierno —que todos los gobiernos deben respetar ciertos derechos universales— nunca ha estado más amenazado que hoy. Puede que los habitantes de Poniente actúen como si el verano fuese a durar siempre, pero nosotros no podemos permitirnos eso.
 
Ya no estamos repeliendo los ataques contra los derechos de personas o comunidades; ya no estamos tratando con un puñado de gobiernos corruptos mientras contamos con otros como aliados. Nos enfrentamos a un asalto contra todo el sistema de protección de los derechos humanos. Y, como Jon Snow, debemos reunir a todos y todas para luchar por nuestra propia existencia.
 
Este insidioso asalto no comenzó ayer. En apenas unos años, la xenofobia, la misoginia y la deshumanización del “otro” se han convertido en las consignas que han llevado a la victoria a unos políticos que aprovecharon abiertamente la sensación de inseguridad y desencanto de su electorado. No sólo eso: se han convertido cada vez más en un llamamiento a la acción, provocando discriminación, crímenes de odio, violencia y muertes, como acabamos de ver en Charlottesville.
 
Se están utilizando unos “problemas de seguridad” imprecisamente definidos como justificación para alejarse de derechos humanos como la prohibición de la tortura y de las ejecuciones sumarias, en países tan diferentes como Estados Unidos, Rusia, Egipto, Nigeria, Turquía y Filipinas.
 
Estados como Rusia y China, que cuestionan sistemáticamente la misma noción de universalidad de los derechos humanos, se han envalentonado y están logrando de forma creciente dominar o paralizar el debate en el ámbito internacional.
 
Lo que es peor, países como Estados Unidos o Reino Unido, que han sido, al menos en su retórica, adalides de los derechos humanos, han cambiado radicalmente de postura. Como Cersei Lannister, persiguen desvergonzadamente mezquinos intereses personales, y lo hacen con el despreciable argumento de que hay que sacrificar los derechos humanos en aras del interés nacional.
 
Su postura lleva con demasiada facilidad a que otros Estados, con tradiciones de democracia y de respeto a los derechos humanos menos consolidadas, sigan sus pasos.
 
Es innegable: el sistema de protección de los derechos humanos creado tras una de las épocas más tenebrosas de la historia moderna, está volviendo a descender al crepúsculo. Y, por usar otra cita siniestra de Juego de tronos, la noche, cuando llegue, será “oscura y albergará horrores.” Quien espere no verse afectado por estar lejos de la primera línea de esta batalla ha olvidado demasiado rápido los “inviernos” anteriores.
 
La única forma de proteger nuestros valores humanos comunes centrales frente a estas poderosas fuerzas es unirse y actuar: resistirse a los intentos de dividirnos en función de cualesquiera líneas, exigir cuentas a nuestros propios gobiernos; denunciar, de forma audible y persistente, usando todos los medios de comunicación a nuestro alcance, desde megáfonos hasta redes sociales, el asalto contra nuestros derechos y los derechos de otros; abrir nuestro corazón y nuestro hogar a quienes necesitan protección, y mostrar nuestro apoyo y solidaridad a todas las personas y comunidades que sufren injusticias o persecución.
 
En el mundo de Juego de tronos está cayendo rápidamente un largo y frío invierno. Pero no tiene por qué ser así para los derechos humanos. Si mantenemos unidos encendida la vela de la protección de los derechos humanos, las tinieblas se retirarán.
 
 
 
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