Mónica Costa Riba

“Cuando cierro los ojos, lo único que veo es que estoy de nuevo con mi padre”, me contó Alan Mohamed cuando lo conocí en un campo de refugiados cerca de Atenas, el pasado mes de julio. Él y su hermana Gyan, que tienen distrofia muscular desde que nacieron, creían que nunca iba a llegar ese momento.

Pero el jueves por la noche, en Hanover (Alemania), contra todo pronóstico y después de un viaje en el que cruzaron cuatro fronteras y de estar atrapados el año pasado en Grecia, la familia pudo por fin volver a reunirse

Su emotivo reencuentro es la culminación de un viaje aparentemente imposible que comenzaron juntos como familia en Siria, el verano de 2014.

En aquel entonces, Alan y Gyan, que usan silla de ruedas, vivían en Hakasa con sus padres, dos hermanas y un hermano. Cuando el grupo armado autodenominado Estado Islámico se acercó a la localidad, la familia no tuvo más opción que huir.

Tras tres intentos fallidos de cruzar la frontera con Turquía, en cada uno de los cuales fueron recibidos a tiros por la policía, la familia logró finalmente llegar a Irak. Allí se quedaron un año y medio, pero cuando el Estado Islámico comenzó a aproximarse se vieron obligados a huir de nuevo. Desde Irak su padre continuó viaje con una de sus hijas y pudo llegar a Alemania.

El resto de la familia intentó una vez más entrar en Turquía, esta vez a través de un terreno montañoso totalmente intransitable para usuarios de silla de ruedas. En febrero del año pasado, Alan y Gyan hicieron el trayecto atados a ambos costados de un caballo que guiaba su hermana pequeña, mientras su madre y su hermano empujaban las pesadas sillas de ruedas por los empinados senderos sin pavimentar.

Cuando conocí a Alan ese verano, me contó: “Fue un viaje muy difícil, es muy difícil para ‘personas normales’. Pero, para las personas con discapacidad, es un milagro porque todas las fronteras entre los dos países [Irak y Turquía] son montañas”.

Tras llegar a Turquía, la familia pagó 750 dólares estadounidenses por cabeza a un contrabandista de personas para ir a Grecia, junto con 60 personas más, a bordo de un diminuto y abarrotado bote inflable. Alan y Gyan tuvieron que dejar atrás las sillas de ruedas porque los contrabandistas querían usar el espacio para meter a más gente.

Al poco de comenzar la peligrosa travesía, el motor del bote falló y estuvieron alrededor de cuatro horas a la deriva en aguas turcas. “Fue aterrador”, recuerda Alan. “Cada vez que miraba a mi alrededor veía niños y bebés llorando. [...] Mi madre se mareó y en un momento dado mi hermana me dijo que no aguantaba más”.

Después de que algunos pasajeros lograran finalmente volver a arrancar el motor, consiguieron llegar a aguas griegas, donde les recató la guardia costera griega. La familia fue trasladada a la isla de Quíos, donde proporcionaron sillas de ruedas a Alan y Gyan.

Su llegada a la isla el 12 de marzo se produjo apenas unos días antes de la entrada en vigor del acuerdo entre la Unión Europea y Turquía. Esto significaba que las fronteras de otros países europeos estaban ahora cerradas, por lo que la posibilidad de reencontrarse con su padre y hermana en Alemania parecía remota.

Hicieron subir a la familia a un transbordador que los llevó hasta el continente y desde allí los trasladaron en autobús al campo de refugiados de Ritsona, enclavado en una base militar abandonada situada en medio de un bosque, donde la vida era muy dura. El terreno arenoso y desigual dificultaba especialmente los desplazamientos de Alan y Gyan, y la comida era tan mala que había que tirar gran parte de ella, lo que atraía a los jabalíes.

Tras su primera entrevista con la Oficina de Asilo griega, a finales de septiembre de 2016, la familia fue trasladada desde el campo de Ritsona a un hotel de Corinto, a una hora al norte de Atenas, con la ayuda del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados.

Luego, hace una semana, recibieron la noticia que estaban esperando. En una visita a la Oficina de Asilo les dijeron que volvieran a casa e hicieran las maletas para volar a Múnich, y el jueves pasado por la noche se reencontraron con su padre y su hermana en un centro para personas refugiadas de las afueras de Hanover.

Alan y Gyan están ya preparados para instalarse en su nueva vida en Alemania. Ya están aprendiendo el idioma y son conscientes de las dificultades de vivir en otro país. Pero también saben lo afortunados que son, y siguen pensando en quienes continúan en los campos de Grecia después de un implacable invierno.

“Espero que encuentren una solución para las personas que están atrapadas en las islas [...] algunas murieron debido a la nieve hace unas semanas. Es muy difícil para ellas. He visto las fotos de la gente que está en las islas y fue muy doloroso verlos en tiendas bajo la nieve”, me dijo Alan.

En 2015, la UE se comprometió a reubicar a 66.400 personas desde Grecia en el plazo de dos años. El 10 de marzo sólo 9.925 personas habían viajado a otros países europeos con el programa de reubicación. Es evidente que Europa puede y debe hacer más para aceptar a personas refugiadas de Grecia mediante la reubicación, la reagrupación familiar o los visados por razones humanitarias.

Para muchos, esto no son más que estadísticas. Pero para Alan y Gyan, incluyen a sus amigos y compatriotas. Afortunadamente, Alan ya no tiene que cerrar los ojos para imaginar que está con su padre, pero como me dijo una vez: “Me siento muy triste por todos mis amigos y por todas las personas refugiadas que he dejado. Hay niños y bebés que están en condiciones muy malas. Por favor, no se olviden de ellos.”

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Firma por justicia para las víctimas del conflicto en Siria y sus familias