El Consejo de Seguridad de la ONU debe detener el catastrófico avance de la limpieza étnica por Myanmar de población Rohingya
Abdu Salam permaneció en su pueblo mientras soldados de Myanmar y paramilitares locales incendiaban decenas de viviendas el pasado agosto. Se quedó allí mientras circulaban las noticias de las atrocidades que los soldados habían cometido en otros pueblos rohingyas en el norte del estado de Rajine. Y lo hizo porque el pueblo de Hpon Nyo Leik era su hogar, el único que conocía, y quería proteger las propiedades de su familia y su derecho a vivir allí. Pero cuando a finales del 2017 su familia apenas podía alimentarse a causa de la táctica del ejército myanmaro de provocar el hambre, tuvo que unirse al éxodo a Bangladesh. El 13 de febrero, el consejo de seguridad de la ONU volverá a recibir informes sobre la situación en Myanmar. Esta sesión informativa tiene lugar en un momento en que el gobierno myanmaro afirma estar listo para repatriar a gente desde Bangladesh. Sin embargo, los esfuerzos del ejército para expulsar a la población rohingya del país no se han detenido. La inacción del Consejo de Seguridad, en medio de una débil respuesta internacional a los crímenes de lesa humanidad que se están perpetrando, ha sido un elemento fundamental del problema. Abdu Salam y yo nos sentamos en el refugio de bambú recién construido en los límites de Kutupalong Extension, un campo de refugiados en constante expansión del sur de Bangladesh que alberga a la mayoría de las 688.000 personas rohingyas que han huido de Myanmar desde agosto. Allí estaba con su esposa y sus seis hijos e hijas, uno de ellos un bebé de meses, visiblemente desnutrido, que dormía en una rudimentaria cuna colgante del techo. Su familia llegó a Bangladesh a comienzos de enero, una más entre los centenares que siguen cruzando la frontera cada semana. Para nuestro último trabajo de investigación en Bangladesh, mis colegas de Amnistía Internacional y yo entrevistamos a 19 hombres y mujeres llegados en esta última ola de personas refugiadas. Escuché una y otra vez la misma historia: el ejército de Myanmar los había obligado a irse del norte del estado de Rajine llevándolos al borde de la inanición. Abdu Salam me contó que recogía madera en la colina cercana a su pueblo para venderla en el mercado, pero que ya antes de que comenzara la actual crisis no había podido seguir ganándose la vida de esta forma debido a las duras restricciones a la circulación impuestas a la población rohingya, uno de los aspectos de las condiciones de apartheid en las que han vivido. Después, tras los ataques del 25 de agosto del Ejército de Salvación Rohingya de Arakán contra una treintena de puestos de avanzada de las fuerzas de seguridad, el ejército de Myanmar inició una campaña de violencia contra los rohingya en todo el norte del estado de Rajine. Nuestro informe de octubre de 2017 documentó detalladamente los crímenes de lesa humanidad cometidos por las fuerzas armadas: homicidios generalizados de mujeres, hombres y niños y niñas rohingyas; violaciones y otras formas de violencia sexual contra mujeres y niñas; expulsiones masivas y el incendio sistemático de poblaciones. Médicos Sin Fronteras (MSF) calcula que en el primer mes de la crisis al menos 6.700 personas fueron víctimas de homicidio. La ONU, otras organizaciones de derechos y los medios de comunicación, todos han transmitido la misma imagen de devastación. Aunque el pueblo de Hpon Nyo Leik no fue de los más castigados por la violencia del ejército, las fuerzas de seguridad detuvieron al hijo de 14 años de Abdu Salam, acusándolo de relación con el Ejército de Salvación Rohingya de Arakán. La familia dedicó prácticamente todos sus ahorros a lograr que lo pusieran en libertad. Se trata de uno de tantos ejemplos de detención para extorsionar que llevamos documentando desde hace mucho tiempo. En los meses posteriores al 25 de agosto, las restricciones a la circulación se hicieron aún más duras para los rohingyas que quedaban, y los ya estrictos toques de queda se ampliaron. Soldados y paramilitares saquearon e incendiaron mercados rohingyas o, como en Hpon Nyo Leik, restringieron el acceso al mercado a las personas que tuvieran una Tarjeta de Verificación Nacional, documento de identificación temporal que la mayoría de la comunidad rohingya rechaza, pues no reconoce a sus miembros como ciudadanos. Incluso cuando aumentó la presión y miles de personas huyeron, hubo muchas familias rohingya que se quedaron. La agricultura es un medio de vida fundamental en todo el estado de Rajine, y la temporada de cosecha del arroz, el cultivo básico de la zona, es en noviembre y diciembre. Las reservas de la cosecha anterior comenzaban a escasear. El ejército de Myanmar debía saber lo que iba a ocurrir cuando, en muchos pueblos rohingyas, impidió a la gente ir a sus arrozales. Al comienzo de la temporada de cosecha, Abdu Salam trabajó varios días. “Luego —me contó— los soldados vinieron a decirme: ‘Ésta no es tu cosecha’”. “Había muchos [de los nuestros] cosechando allí. A todos se nos obligó a irnos.” Poco después, vio a lugareños no rohingyas cosechando esos mismos campos con maquinaria agrícola. Sin comida para sus seis hijos e hijas, excepto algún puñado de arroz que ocasionalmente les daban vecinos más acomodados, la familia de Abdu Salam huyó a finales de diciembre, al igual que otras en la misma situación. Ya antes de los ataques de agosto y el posterior bloqueo, el Programa Mundial de Alimentos advirtió de que los índices de malnutrición en el norte del estado de Rajine estaban llegando a niveles de emergencia. Mientras en las últimas semanas las familias rohingyas huían hacia la costa, las fuerzas de Myanmar asestaban un golpe definitivo robándoles sistemáticamente en los puestos de control. Más de una docena de personas llegadas recientemente al campamento, incluido Abdu Salam, me describieron el peor de esos puestos, cerca del pueblo de Sein Hnyin Pyar, en el municipio de Buthidaung. Allí, los soldados separaban a los hombres de las mujeres, les registraban el equipaje, les hacían registros corporales, a menudo agrediendo sexualmente a las mujeres durante el procedimiento, y robaban cualquier cosa de valor que encontraban: dinero, joyas, ropa y teléfonos. Aunque pueda haber cambiado la táctica, no debería sorprender que el ejército siga adelante con su despiadada campaña. En medio de su eficaz limpieza étnica de la población rohingya, rayana en lo inconcebible, algunos estados del mundo han expresado su alarma o incluso su condena a las atrocidades. Pero la comunidad internacional no ha tomado ninguna medida concreta. El Consejo de Seguridad debe actuar por fin, y transmitir un mensaje claro y conjunto al ejército myanmaro de que las atrocidades deben parar y que no habrá más impunidad para sus crímenes. Para empezar, debe imponer un embargo integral de armas, así como sanciones económicas específicas a los altos funcionarios implicados en graves violaciones de los derechos humanos. También debe estudiar formas para que los autores de crímenes de derecho internacional comparezcan ante la justicia. Y debe pedir a Myanmar que deshaga el sistema de apartheid que constituye el telón de fondo de la actual crisis. Además, el Consejo de Seguridad debe exigir a las autoridades de Myanmar que faciliten el acceso completo y sostenido de la ayuda en todo el país, así como el acceso de investigadores independientes, incluida la misión de investigación de la ONU. Asimismo debe exigir que Myanmar respete la libertad de prensa y ponga de inmediato en libertad a dos periodistas de Reuters, Wa Lone y Kyaw Soe Oo, detenidos y procesados por el mero hecho de llevar a cabo su labor informativa sobre las atrocidades del ejército. El Consejo de Seguridad debe decidir rápidamente de que lado de la Historia desea estar. Cada día que se mantiene inactivo, más personas como Abdu Salam se ven obligadas a huir.
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