No podemos parar en seco un barco, pero a veces podemos modificar su rumbo.Y eso es lo que pasó hace poco en un nuevo giro de la siempre cambiante crisis de refugiados que mis colegas de Amnistía Internacional y yo estábamos investigando en las islas griegas de Lesbos y Quíos. El 5 de abril íbamos a bordo de un transbordador nocturno desde Mitilene, en Lesbos, a Quíos, cuando nos informaron de que íbamos a desembarcar en otro lugar debido a "la situación de los refugiados". Había cientos de personas refugiadas y migrantes acampadas al aire libre en el muelle principal del puerto de Quíos.Dado que nuestro transbordador -una imponente mole de metal con una longitud equivalente a la de dos campos de fútbol- representaba una grave amenaza para ellas, nos desviaron a mitad de viaje y atracamos en otro puerto, a una hora de distancia en coche.En aquel momento, la isla de Quíos albergaba a más de 1.600 personas refugiadas y migrantes, aproximadamente la mitad que Lesbos. Unas 1.200 estaban recluidas en condiciones de privación de libertad en VIAL, un centro de detención cerrado construido alrededor de una fábrica de aluminio abandonada, 5,5 kilómetros tierra adentro. Varios centenares de personas más dormían a la intemperie en el puerto de Quíos tras huir de los enfrentamientos producidos en el campo unas noches antes.
A la mañana siguiente de nuestra llegada fuimos testigos de la situación tan sumamente precaria en la que vivían las personas acampadas en el puerto de Quíos. No podía ser más discordante la yuxtaposición de las escenas de miseria del muelle y las de los animados cafés del puerto, situados a apenas unos metros.Decenas de tiendas y de refugios improvisados hechos con mantas y lonas se alineaban junto a las vallas de la zona del muelle. También había muchas personas envueltas en mantas y tumbadas cerca del borde del agua o acurrucadas en los rincones de sombra de la calle adyacente.Una carpa color rojo intenso y rosa que estaba en mitad del muelle exhibía varios carteles escritos a mano con peticiones de ayuda. Uno de ellos, garabateado en el babero de un bebé, decía: "Ayúdanos. Somos niños sirios. Necesitamos... ayuda urgente. No queremos [estar] aún aquí en Grecia. Y no queremos [ser devueltos] a Turquía. Necesitamos se[guridad] y paz."
Caminando un poco más allá, cerca del rocoso litoral, nos encontramos con una gran tienda blanca que lleva el logo de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR). Un alivio para el sol de última hora de la mañana, se había convertido en hogar temporal de numerosas familias. Pequeños grupos de hombres sirios y afganos charlaban en el exterior, mientras algunos niños jugaban en torno a una pequeña hilera de lo que parecían cobertizos de pescadores.
Nos sentamos a la sombra del edificio de la policía portuaria, al otro lado de la calle, mientras dos afganos nos contaban sus historias. Al fondo, un niño de Kabul jugaba, mirándonos de soslayo y con curiosidad de vez en cuando.Uno de los hombres, F., de 20 años, nos contó que él y su familia tuvieron que marcharse de Herat, en Afganistán, porque no era seguro quedarse allí.
Su hermano mayor trabajaba como traductor para las fuerzas estadounidenses, lo que había enfurecido a los parientes talibanes. Nos contó que habían amenazado con matarlo, así que huyó y pidió asilo en Alemania.A partir de entonces los talibanes pusieron en el punto de mira al resto de la familia, a cuyos miembros llamaban "paganos", dijo. F. nos contó que hacía un año más o menos le habían pegado, causándole heridas en la nariz y la cara, y dejándole con problemas respiratorios.
Tras esa agresión, F. también huyó de Afganistán, junto con su madre y cuatro hermanos menores. Hicieron un difícil viaje por Irán y Turquía.
Cuando trataban de cruzar hasta Quíos en barco, la policía turca llegó a la playa y en el tumulto posterior la familia se separó. Varias semanas después, no sabían nada de la suerte de los dos hermanos más pequeños, de 12 y 13 años.F. dijo que su madre está fuera de sí de ansiedad. Cuando la vimos por primera vez, no pudo ni dirigirnos la palabra, y cuando regresé más tarde, sollozaba sin parar, aparentemente abrumada por la pena y el estrés.Sacó varias bolsitas y me mostró los medicamentos que tomaba para la hipertensión y otros achaques. Dijo que llevaba muchos días sin comer.
Cuando F., su madre y unas 50 personas más llegaron a Quíos en torno al 20 de marzo, la policía griega los llevó al centro de detención de VIAL.
"Cuando fuimos a registrarnos al día siguiente, la policía nunca preguntó por qué estábamos aquí ni a dónde queríamos ir. Nunca nos han preguntado si queremos pedir asilo", nos contó F. Por el contrario, les dijeron que los iban a devolver a Turquía."No podemos regresar a Turquía", nos dijo, visiblemente angustiado ante esa posibilidad.Como muchas de las personas refugiadas y migrantes a las que entrevistamos en Quíos y Lesbos, F. no comprendía bien el procedimiento de concesión de asilo ni sus derechos. Cuando llevaban más de una semana detenidos en VIAL, les entregaron a él y a su madre un documento en farsi, árabe e inglés sobre el procedimiento de concesión de asilo. Pero no pidieron asilo porque les dijeron que era sólo para los recién llegados.Luego, la noche del 1 de abril, estallaron enfrentamientos entre algunos de los afganos y sirios detenidos en VIAL.F. dijo que la violencia era aterradora y que angustió aún más a su madre; su tensión arterial se disparó, y tomó sus pertenencias, insistiendo en huir. Junto con alrededor de 400 personas más, escaparon del centro de detención y se dirigieron al puerto de Quíos, donde no había prácticamente ninguna infraestructura ni servicios para ellos. "La situación aquí es desesperada: no hay comida ni agua ni nada. Nos dijeron que volviéramos a VIAL a solicitar asilo, pero no podemos regresar a ese campo. Hemos venido aquí para ser libres y no para estar en prisión", nos dijo F.
Tras una semana en el puerto, las tensiones en la comunidad local estallaron con violencia cuando algunos manifestantes contrarios a los refugiados invadieron el improvisado campamento del muelle. La noche del 7 al 8 de abril, la policía despejó la zona llevándose en autobús a muchos de los refugiados y migrantes a un parque situado en otra zona de la ciudad.
Cuando mi colega volvió a ponerse en contacto con F., nos contó que él y su madre habían seguido las instrucciones de la policía y habían acudido a un centro abierto situado a corta distancia en la costa. Aunque tenían acceso a algunas instalaciones y cierto grado de seguridad, contaron a Amnistía Internacional que dormían al aire libre porque todas las tiendas disponibles estaban ocupadas.
El caso de F. y su madre no es más que la punta del iceberg. Mis colegas y yo hemos entrevistado a 89 personas refugiadas y migrantes en Lesbos y Quíos, y cada historia era tan inquietante como la siguiente. La gran mayoría de la gente no comprendía el proceso de concesión de asilo o su condición legal, y no había prácticamente ninguna información ni acceso a asistencia letrada gratuita. El ambiente era de incertidumbre, miedo y confusión.