A juzgar por la trifulca entre el presidente estadounidense, Donald Trump, y su homólogo mexicano, el presidente Enrique Peña Nieto, respecto a quién pagará el infame muro que separará sus países, los dos líderes no podrían estar más alejados uno de otro.
 
Sin embargo, los dos presidentes tienen algo en común: ambos hacen caso omiso de las vidas de los numerosos hombres, mujeres, niños y niñas que huyen desesperados de algunos de los países más violentos del planeta.
 
Las escandalosas órdenes ejecutivas de Trump ya están siendo devastadoras para cientos de miles de personas refugiadas de todo el mundo. Pero son las personas de Centroamérica las que se ven inmediatamente afectadas por lo que ya se ha convertido en una de las mayores crisis de derechos humanos de América.
 
Para verlo, sólo hay que mirar la letra pequeña de la orden ejecutiva sobre mejoras en la aplicación en materia de seguridad en la frontera y la inmigración firmada por el presidente Trump.
 
La orden permite detener a las personas migrantes, muchas de ellas solicitantes de asilo, en cuanto cruzan la frontera entre Estados Unidos y México, y deportarlas de inmediato a México. Muchas han soportado horrores indecibles en uno de los viajes más peligrosos del mundo.
 
El sistema propuesto por el presidente Trump viola el derecho fundamental de toda persona a no ser deportada a un país donde corra peligro de sufrir violaciones graves de derechos humanos, incluidas la tortura o la muerte.
 
México sencillamente no cuenta con los recursos necesarios para hacer frente a lo que se convertiría en un nuevo flujo masivo de personas deportadas. Las autoridades locales de ciudades fronterizas como Tijuana y Mexicali ya han declarado que no pueden proporcionar una acogida adecuada a unas cifras elevadas de personas deportadas.
 
Sin protección, las personas migrantes y refugiadas correrán un enorme riesgo de ser víctimas de secuestro, extorsión, violencia sexual o incluso la muerte.
 
Pero, aunque sea la firma del presidente Trump la que adorna las órdenes ejecutivas, esta crisis tiene múltiples autores, especialmente México, un país que, durante años, ha eludido proteger a algunas de las personas más vulnerables que, en su huida de la violencia extrema, cruzaban su territorio.
 
Los presidentes Trump y Peña Nieto –y los de los países de los que huyen estas personas– afirman que la mayoría de los cientos de miles de hombres, mujeres, niños y niñas que huyen de Centroamérica son migrantes económicos: personas que optan por abandonar su país en busca de una vida mejor.
 
 
Esta afirmación no podría estar más lejos de la realidad.
 
 
El Salvador y Honduras no están en guerra de la manera en que lo está Siria, pero podrían estarlo. La ONU ha clasificado a El Salvador como uno de los países más mortales del mundo fuera de una zona de guerra, con más de 108 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2015. En Honduras, el índice fue de 63,75 por cada 100.000 habitantes.
 
Y no son sólo los alarmantes índices de homicidio lo que convierte a estos países en auténticos infiernos para cientos de miles de personas.
 
No hay más que caminar por las calles de San Pedro Sula, en Honduras, o por la capital salvadoreña, San Salvador, para verlo. Bajo la aparente tranquilidad, comunidades enteras permanecen como rehenes mientras implacables bandas armadas rivales (las denominadas maras) libran una sangrienta guerra territorial.
 
Algunos grupos marcan su territorio con pintadas en las paredes para ordenar a los residentes dónde pueden o no pueden ir. Cruzar la calle hasta la zona de una mara rival puede convertirse en una condena a muerte.
 
Las maras someten a “impuestos” a los propietarios de empresas locales y a los chóferes de autobús. Quienes se niegan a cumplir las normas sufren como castigo abusos o incluso la muerte. Las fuerzas de seguridad, cuyo deber es proteger a la gente, a menudo actúan en connivencia con las maras o apartan la vista ante su brutal reinado de terror.
 
Ante este dantesco escenario, y sin lugar a donde ir, no es de extrañar que la gente huya desesperada hacia el norte, en cantidades cada vez más grandes.
 
Para Saúl, el ser rechazado por este cruel sistema significó una muerte precoz y brutal. A este hombre, de 35 años, lo mató a tiros una mara en su Honduras natal menos de tres semanas después de haber sido deportado desde México en julio de 2016, tras denegársele su solicitud de asilo.
 
Saúl había huido de Honduras en noviembre de 2015 tras haber sobrevivido a un tiroteo junto con sus dos hijos, que resultaron heridos de gravedad. La policía no hizo seguimiento de su denuncia ni le ofreció protección.
 
Su esposa y sus hijos viven ahora aterrorizados por lo que pueda sucederles, y están desesperados por abandonar el país.
 
Es posible que, en Estados Unidos, los jueces federales hayan detenido temporalmente la orden ejecutiva del presidente Trump sobre las prohibiciones de viajar y el programa de refugiados mundial. Pero, al menos por el momento, la letra pequeña de la orden ejecutiva sobre mejoras en la aplicación en materia de seguridad en la frontera y la inmigración no parece haber sido rebatida.
 
Todos los países tienen derecho a regular la entrada y la residencia de ciudadanos extranjeros. Sin embargo, cerrar la puerta a las personas que buscan desesperadamente seguridad no sólo va en contra de las normas internacionales fundamentales, sino que es absolutamente cruel.
 
En lugar de eso, Estados Unidos debería establecer suficientes puestos fronterizos regulares, adecuadamente ubicados y seguros en la frontera con México. Debería formar a todo el personal de seguridad que trabaja en la frontera para garantizar que puede identificar y ayudar a todas las personas necesitadas de protección internacional y permitirles la entrada en Estados Unidos.
 
Los argumentos de los presidentes Trump y Peña Nieto sobre el muro no deben convertirse en una pantalla de humo que oculte las muchas otras barreras que se han levantado ya para impedir que las personas refugiadas cumplan su sueño de llegar a un lugar seguro.