Texto por Josefina Salomón
El teléfono sonó a las cuatro de la tarde, exactamente como estaba previsto. La llamada elevó la tensión en el pequeño salón de la casa de la década de 1950 en Ciudad de México.
“¿Acepta una llamada del Penal Federal de Occidente?”, dijo la voz al otro extremo de la línea.
“Sí, por supuesto. Sí, la acepto”, respondió Blanca, visiblemente nerviosa, como si no hubiera hecho esto antes.
Pero Blanca Aviña Guerrero lo ha hecho ya muchas veces. Lo hace cada viernes desde que su hijo menor, Enrique, fuera detenido arbitrariamente por la policía federal, en mayo de 2013, y arrojado finalmente a una prisión de máxima seguridad en el estado de Jalisco, a unos 540 km al oeste de Ciudad de México.
Las autoridades sostienen que Enrique, de 28 años, participó en el secuestro de los sobrinos de un conocido hombre de negocios local.
Pero un examen más detenido de este caso revela una historia más siniestra.
Falsas sospechas
Una reciente investigación de Amnistía Internacional reveló que en todo México las fuerzas policiales detienen rutinariamente y sin motivos a personas.
Parece tratarse de un intento de las autoridades de mostrar que hacen frente a los brutales carteles de la droga que operan en el país y a los elevados índices de criminalidad. Pero la realidad es diferente.
En algunos casos, piden dinero a las víctimas para no proceder a su detención. En otros, torturan a las personas para obtener por la fuerza una “confesión”. La mayoría de las víctimas son pobres y carecen de recursos para impugnar la legalidad de su detención.
Muchas detenciones acaban siendo casos de “lugar equivocado en el momento equivocado”.
Pero Blanca nunca pensó que esto podía pasarle a su familia.
Enrique era un estudiante brillante en la Universidad Nacional Autónoma de México, una de las universidades más prestigiosas de América Latina. El conocido poeta mexicano Octavio Paz, el novelista Carlos Fuentes y el magnate empresarial y filántropo Carlos Slim Helú, la persona más rica de México, estudiaron allí.
Enrique era un campeón de ajedrez, popular entre sus amigos y líder nato, que se enorgullecía de su trabajo social fuera de clase.
“Acudíamos a asambleas por la reforma educativa, en contra de las guerras”, dice Lénica Morales, activista de los derechos humanos y pareja de Enrique. “Organizábamos círculos de estudio en la universidad y en varias otras zonas de la ciudad.”
Enrique y Lénica se conocieron en la universidad, en 2006. Desde entonces, compartieron intereses comunes y se unieron para trabajar por la justicia en México.
Se unieron al movimiento social Yo Soy 132, uno de los movimientos estudiantiles más importantes de la historia de México.
El movimiento comenzó en 2012 como muestra de solidaridad con 131 estudiantes que se manifestaron contra un discurso político pronunciado por el presidente Peña Nieto en la Universidad Iberoamericana ese año.
Los estudiantes querían poner de relieve las acciones de Peña Nieto en 2006, cuando era gobernador del estado de México, en la supervisión de la brutal represión de manifestantes en San Salvador Atenco.
En sus informaciones sobre al acto, algunos medios de comunicación afirmaron que los estudiantes eran opositores a sueldo que pretendían derribar la candidatura de Peña Nieto.
Pero los estudiantes respondieron grabando un vídeo, en el que filmaron sus tarjetas de identidad universitarias para demostrar su identidad, que se hizo viral.
El movimiento creció. Meses más tarde, al ser elegido Peña Nieto, hubo protestas en su contra por todo el país.
La represión contra los líderes de Yo Soy 132 no se hizo esperar.
Un sueño hecho añicos
El activismo de Enrique se truncó el 17 de mayo de 2013.
Lo que comenzó siendo una noche de viernes normal se deterioró cuando se desplazaba en automóvil en las proximidades del Estadio Azteca —el mayor estadio de fútbol del país, escenario del gol de la mano de Dios de Diego Maradona en 1986— en el extremo meridional de Ciudad de México. Enrique llamó a su madre desesperado, diciendo que alguien lo seguía.
Unos hombres que viajaban en una furgoneta blanca comenzaron a disparar contra su vehículo y lo obligaron a detenerse. Presa del pánico, y temiendo que los hombres fueran delincuentes, Enrique salió del auto y comenzó a correr. Se encontró con un vehículo de la policía y les pidió ayuda.
Envió un mensaje de texto a su madre, Blanca, desde ese vehículo, diciendo que estaba bien pero que no sabía qué estaba ocurriendo.
“Me dijo que estaba en Churubusco [a unos 20 minutos en automóvil del lugar donde comenzó la persecución] y después no supe nada más de él”, dijo Blanca.
Enrique estuvo en paradero desconocido durante las 30 horas siguientes. Su familia lo buscó desesperada en varios lugares: en la Procuraduría, en hospitales, en comisarías de policía. Nadie tenía información. La detención no había quedado registrada.
Encontraron finalmente a Enrique en las instalaciones de la Procuraduría General de la República.
Los abogados aconsejaron a Blanca que dejara que su hijo mayor —que había viajado a México desde Londres, donde vivía— lo viera primero.
“Puede ser traumatizante”, les dijeron.
Enrique había sido torturado en un intento de hacerle “confesar” el secuestro del que lo acusaban, a lo que él se negó. Después lo presentaron ante los medios de comunicación junto con un grupo de otras 12 personas. Los catalogaron como la banda responsable del delito.
Al día siguiente trasladaron a Enrique a una prisión de máxima seguridad en Jalisco.
“Fue allí donde comenzó lo peor”, dijo Blanca. “En ese momento no nos imaginamos que todo se iba a demorar tanto”.
De estudiante a delincuente
En el lapso de cuatro días, Enrique había pasado de ser un estudiante estrella a ser catalogado como delincuente muy peligroso.
Lo habían acusado formalmente de secuestro, delito penado con hasta 45 años de cárcel.
Cuatro años después de su detención, no se ha dictado aún sentencia.
Sus abogados y Amnistía Internacional afirman que su causa está desvirtuada por deficiencias.
Mientras aguarda la conclusión de su proceso judicial, Enrique pasa más de 20 horas al día en una pequeña celda de menos de cuatro metros cuadrados, apenas provista de un pequeño lavamanos y una ducha. Conseguir libros o incluso un lápiz es un desafío.
“El proceso ha sido muy difícil”, dijo Enrique desde la cárcel. “Mucha gente está por detenciones arbitrarias, por tortura, acusados de delitos que no cometieron”.
Enrique parecía optimista, quizás porque sabía que tiene que aparentar fortaleza para su familia. Cuando llamó, Blanca se quedó junto al teléfono, deseosa de oír cada palabra que saliera de la boca de su hijo.
“Nunca nos imaginamos que esto podía pasarnos a nosotros pero ahora sabemos que le puede pasar a cualquier persona”, dijo.
Pero ¿por qué hacen esto las autoridades mexicanas?
“No sé qué decir”, respondió. “El gobierno no escucha. Dice que así son las cosas y así son, nadie los puede convencer. Es muy difícil saber que aquí hay tantas injusticias y que nadie hace nada. Que te pueden desaparecer y que a nadie le importa.”
A través del teléfono, se preguntó a Enrique qué le diría al gobierno si tuviera la oportunidad de confrontarlo en relación con su caso.
“Le pediría justicia”, dijo. “Pero eso es algo que no quieren oír, nunca lo entenderán.”
Y con esto terminó la llamada semanal de 10 minutos.
FIN