De Salil Shetty, Secretary General Jakarta,

Donald Trump apenas llevaba un mes en la Casa Blanca cuando su gobierno comenzó a convertir en decisiones políticas su controvertida retórica electoral. Atacando a la gente por su fe, su gobierno dictó varias órdenes ejecutivas que prohibían entrar en Estados Unidos a los ciudadanos y ciudadanas de media docena de países de mayoría musulmana. De un plumazo, prohibiendo viajar desde países que sufren guerras y conflictos y suspendiendo su programa de reasentamiento de personas refugiadas, Estados Unidos puso en peligro su histórica tradición de recibir a las personas refugiadas de todo el mundo.

Por suerte, hay quienes se resisten a rendirse a los políticos que siembran el miedo. Las dos órdenes ejecutivas de Trump fueron suspendidas por los tribunales entre multitudinarias manifestaciones por todo el país. Más recientemente, en Países Bajos, Geert Wilders, otro partidario de prohibir a los musulmanes, perdió las elecciones generales, aunque el partido gobernante decidió adoptar algunas de sus ideas, lo cual es preocupante.

Estos acontecimientos son una muestra de lo que puede pasar cuando la gente no teme plantar cara a la intolerancia religiosa, pero no hay motivo para confiarse. En Hungría, el populismo de Viktor Orban cada vez es más venenoso. Tras perder un referéndum contra las personas refugiadas el año pasado, su gobierno sigue con sus planes de obligar a personas migrantes y refugiadas mayoritariamente musulmanas a vivir en campos de contenedores rodeados de alambre de cuchillas, creando guetos que tienen alarmantes resonancias históricas en Europa.

En Alemania, según datos del Ministerio del Interior, el año pasado se produjeron más de diez ataques diarios contra personas migrantes y refugiadas. En esta negativa atmósfera, se presiona al gobierno alemán para que prohíba el uso del velo integral en lugares públicos, como han hecho ya otros países europeos. En cualquiera de estos países hay sólo unos cientos de mujeres que utilizan burka o niqab, pero al señalar a una reducidísima minoría de mujeres, se arriesgan a que la diferencia se perciba como una fuente de peligro.

Los ministros –en su mayoría hombres– que propusieron estas prohibiciones afirman que están liberando a las mujeres de la opresión, pero su planteamiento es tan autoritario como el de prohibirles salir de casa sin niqab o burka. Nunca es legítimo decir a las mujeres cómo deben vestir, ya sea para obligarlas a llevar velo o para obligarlas a no llevarlo. Los gobiernos deben garantizar que las mujeres no son obligadas por sus familias o sus comunidades a vestir según unas normas religiosas, pero las que decidan voluntariamente llevar velo no están oprimidas ni necesitan ser liberadas, y mucho menos suponen una amenaza pública.

Las fuerzas intolerantes promueven agendas similares en diferentes partes de Asia. Se observa en Pakistán, donde las personas ahmadíes sufren una terrible persecución promovida por el Estado, las chiíes, una avalancha de ataques armados, las hindúes padecen marginación extrema, y las cristianas son víctimas de actos de violencia a manos de grupos parapoliciales que a menudo se justifican acudiendo a las leyes contra la blasfemia en vigor en el país.

En Myanmar ha aumentado el poder y la influencia de los nacionalistas budistas radicales, y en los últimos meses las fuerzas de seguridad del Estado han sometido a la minoría rohingya a lo que podrían constituir crímenes de lesa humanidad. Si bien es cierto que la dirigente Aung San Suu Kyi no controla al ejército del país, no ha condenado la violencia ni se ha pronunciado contra la intolerancia. Esto es un trágico recordatorio de que ninguna comunidad religiosa es inmune a sus propias fuerzas violentas, y ningún dirigente, por muy ilustre que sea, está libre de cometer errores.

Indonesia tiene una rica tradición de tolerancia religiosa, y puede extraer lecciones de otros lugares en las que esta tradición está en peligro. En este país vive la mayor comunidad musulmana del mundo, pero hay seis religiones oficiales. Indonesia tiene una vibrante sociedad civil, con grupos que defienden los derechos de las personas LGBTI y grandes y plurales organizaciones musulmanas. Sin embargo, algunas zonas del país también tienen un preocupante historial de violencia entre comunidades y hay acontecimientos recientes que no pueden ser pasados por alto y que están enturbiando la imagen de tolerancia del país.

En Aceh, personas musulmanas, cristianas y budistas han sido cruelmente azotadas con vara, un castigo de la ley islámica cada vez más aplicado. Tres personas fueron sentenciadas a penas de cárcel de entre tres y cinco años por haber pertenecido a Gafatar, una secta religiosa pacífica ya disuelta. Fueron condenadas por “blasfemia” y “rebelión” en aplicación de leyes imprecisas y discriminatorias que sancionan la expresión pacífica de los derechos. Los ahmadíes siguen sufriendo intimidación y discriminación, al igual que en otros países de Asia, y sin embargo se toleran predicadores del odio que incitan a la gente a la violencia.

Bajo el presidente Joko “Jokowi” Widodo, el nivel de violencia entre comunidades ha descendido y el gobierno ha hecho enérgicas declaraciones en apoyo de la tolerancia religiosa. Es preciso respaldar todo esto con más medidas. Lukman Hakim Saifuddin, ministro de Asuntos Religiosos, me dijo cuando me entrevisté con él la semana pasada que el gobierno tiene previsto llevar a cabo más reformas para reforzar las tradiciones pluralistas de Indonesia.

Si decide basar su fortaleza en su diversidad, Indonesia puede convertirse en un lugar en el que personas de todos los credos y no creyentes puedan vivir juntas pacíficamente, y en un ejemplo para otros países, demostrando así que es posible un mundo sin enemistades que se refuerzan mutuamente.

Como dijo el famoso escritor indonesio Pramoedya Ananta Toer: “La humanidad es capaz de crear nuevas condiciones, una nueva realidad. No estamos condenados a nadar para siempre en el mar de la realidad actual”

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