Por Erika Guevara Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional
Margoth Escobar se encontraba en una fiesta de cumpleaños en la ciudad de Puyo (Amazonas ecuatoriano) el pasado septiembre cuando una vecina llamó para avisar de que su casa estaba en llamas.
El fuego destruyó la vivienda de Escobar y artesanías valoradas en más de 50.000 dólares estadounidenses que, junto con otras mujeres, la activista tenía previsto vender durante el periodo navideño. El cuerpo de bomberos de la localidad afirmó que se trataba de un acto de incendio provocado contra Escobar, que es miembro de Mujeres Amazónicas, un colectivo de mujeres principalmente indígenas que se han unido para defender su tierra y el medio ambiente de la extracción petrolera y minera.
Fue uno de los varios ataques alarmantes contra miembros de este colectivo que se cometieron el año pasado en Ecuador, siguiendo una tendencia más amplia de amenazas, campañas difamatorias y violencia física contra defensoras de los derechos humanos de toda Sudamérica.
Dejando a un lado su desconfianza en la policía y el sistema de justicia de Ecuador, Escobar presentó en octubre una denuncia penal ante la Procuraduría General del Estado. La defensora no ha recibido medidas de protección, a pesar del riesgo que conlleva su activismo y el ataque que ya ha sufrido.
“El Gobierno de turno está vestido de oveja pero es un lobo por dentro, porque las políticas extractivistas avanzan sin piedad, sin compasión y, sobre todo, sin respeto a la autodeterminación de los pueblos y nacionalidades indígenas”, señaló la activista de cabello gris con respecto al gobierno ecuatoriano de Lenín Moreno en una reciente entrevista con Amnistía Internacional.
En Bolivia, de manera similar, funcionarios de los niveles más altos del gobierno han intentado destruir la reputación de la defensora de los derechos humanos Amparo Carvajal, después de que esta denunciara a las fuerzas de seguridad estatales por llevar a cabo detenciones arbitrarias y hacer uso excesivo de la fuerza contra trabajadores agrícolas.
La situación llegó a su punto crítico el pasado agosto cuando dos campesinos y un policía murieron por disparos en una plantación de coca en la comunidad andina rural La Asunta, una zona en la que los pueblos indígenas llevan miles de años cultivando esta planta.
En una entrevista con un canal de noticias estatal, el ministro de Gobierno Carlos Romero culpó a Carvajal —que con 80 años es presidenta de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia— de los homicidios, y la llamó “persona irresponsable” y “patrocinadora de organizaciones criminales”.
Días después, el presidente boliviano Evo Morales tuiteó que la Asamblea Permanente era una organización de la “derecha pro imperialista” responsable de una “campaña de mentiras y falsas denuncias” contra su gobierno.
Estas acusaciones sin fundamento representan un intento burdo y transparente de menoscabar el ampliamente respetado trabajo de Carvajal (Página Siete, uno de los principales periódicos de Bolivia la nombró personaje del año de 2018) y eludir el escrutinio de la responsabilidad estatal en las violaciones de derechos humanos.
“El Gobierno tiene que devolver a esta Madre Tierra sus derechos y a estos Pueblos Indígenas el reconocimiento que merecen —manifestó Carvajal a Amnistía Internacional en enero—. La Naturaleza nos grita que este planeta debemos amarlo y cuidarlo y es necesario para todos nosotros.”
En otro caso habitual, unos hombres armados amenazaron el pasado agosto a Amada Martínez, activista indígena avá guaraní de la comunidad Tekoha Sauce, en el sureste de Paraguay.
Martínez salía de la comunidad en taxi junto con su hijo de siete años, su hermana y dos jóvenes sobrinos, cuando el vehículo en el que viajaban fue interceptado por una camioneta con el logo de la cercana planta hidroeléctrica Itaipú Binacional.
La activista contó a Amnistía Internacional que tres hombres cubiertos con pasamontañas y vestidos con uniformes de Itaipú Binacional salieron de la camioneta, armados con escopetas y un revólver. Uno de ellos le apuntó al rostro con una escopeta, mientras otro la amenazaba diciendo que era una “mujer bocona” y que algún día la encontrarían sola en el camino.
Martínez cree que la amenazaron por su labor en defensa de los derechos de los pueblos indígenas. Unos días antes, la activista se había reunido con el relator especial de la ONU sobre la situación de los defensores de los derechos humanos para denunciar las graves consecuencias del desplazamiento de la comunidad Tekoha Sauce a causa de la construcción de la planta hidroeléctrica.
Las mujeres indígenas como Amada Martínez y Margoth Escobar corren especial peligro cuando defienden el medio ambiente y los derechos humanos, pues sufren discriminación adicional a causa de su género e identidad.
En lugar de permitir la violencia contra las defensoras de los derechos humanos, o incluso contribuir a ella, los gobernantes sudamericanos deben reconocer la importancia de su labor y tomar medidas inmediatas, efectivas, que tengan en cuenta el género y culturalmente adecuadas para protegerlas.
Porque estas valientes mujeres no se desalentarán, a pesar de los graves peligros que afrontan.
“Yo respondo a mi propia convicción. Pase lo que pase a mi persona o a mis cosas materiales. Eso es secundario —afirmó Escobar—. No nos van a detener.”