Rusia: Las autoridades deben entregar el cuerpo de Alekséi Navalni y permitir el acceso para una investigación independiente sobre la causa de su muerte
Alekséi Navalni fue encarcelado por cargos falsos en enero de 2021 a su regreso de Alemania, donde se recuperaba de un envenenamiento casi mortal con un agente neurotóxico de uso militar que sufrió en 2020 en Rusia. Una vez en prisión, se presentaron en su contra cargos falsos adicionales y la pena de prisión que se le había impuesto se amplió a 19 años. Fue enviado a una colonia penitenciaria rusa del régimen más estricto cerca del círculo polar Ártico, donde se le negó sistemáticamente tratamiento médico adecuado y se le encerró en celdas de castigo en 27 ocasiones durante periodos prolongados, hasta un total de más de 300 días, por presuntas infracciones disciplinarias, como llevar un botón desabrochado. Sus condiciones de reclusión constituían una violación de la prohibición absoluta de la tortura y de otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes.
26 febrero 2024
La pena de muerte en 2018: Datos y cifras
Cifras globales
En 2018, Amnistía Internacional registró, al menos, 690 ejecuciones repartidas en 20 países, lo que supuso un descenso del 31% con respecto al año 2017, en que se registraron, al menos, 993 ejecuciones. Se trata del número más bajo de ejecuciones registradas por Amnistía Internacional durante los últimos 10 años.
10 abril 2019
La pena de muerte en 2018: Drástico descenso de las ejecuciones a escala mundial
A escala mundial, las ejecuciones se redujeron en un 31%, alcanzando la cifra más baja desde hacía, al menos, 10 años.
Sin embargo, en algunos países las ejecuciones aumentaron, entre ellos Bielorrusia, Estados Unidos, Japón, Singapur y Sudán del Sur.
Tailandia reanudó las ejecuciones y Sri Lanka amenazó con hacerlo.
China siguió siendo el principal país ejecutor, seguido de Arabia Saudí, Irak, Irán y Vietnam.
10 abril 2019
Amnistía Internacional nos da una lista de los lugares del mundo donde las personas queer necesitan nuestra ayuda
Por Francisco Bencosme
Como persona queer de color que soy, me conmocionó saber que Brunéi ha adoptado un Código Penal que permite la muerte por lapidación para castigar las relaciones sexuales con personas del mismo sexo. Como ser humano, me preocupó que una legislación tan cruel entrara en vigor, permitiendo a las autoridades de Brunéi restringir las libertades de expresión, religión y creencia. Como alguien que trabaja en la región, pensé: ¿podrían asesinarme en la calle por ser quien soy si viajo a Brunéi? Y lo más importante, pensé en los incontables activistas LGBTQ+ de Brunéi que estarán temiendo una ofensiva reaccionaria. Pensé en su temor por su vida y por la vida de sus familiares y de su comunidad, y en si tienen posibilidades de buscar seguridad y solicitar asilo en otros países.
La evolución observada en Brunéi debe verse como una señal de alarma. Tenemos que salir y alzar la voz, no sólo en favor de Brunéi, sino también de todas las personas que forman la comunidad mundial LGBTQ+. Si alzamos la voz en defensa de los derechos humanos en Brunéi, debemos hacer lo mismo en otros lugares. La situación de las personas LGBTQ+ en todo el mundo nos recuerda las sabias palabras de Martin Luther King: “La injusticia en cualquier parte es una amenaza para la justicia en todas partes. Estamos atrapados en una red ineludible de reciprocidad, ligados en el tejido único del destino”.
09 abril 2019
Venezolanos y venezolanas toman medidas desesperadas para huir
Carolina Jiménez es la directora adjunta de Investigación para las Américas de Amnistía Internacional. Alicia Moncada es la responsable del proyecto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Amnistía Internacional.
SAN JOSÉ DE LA COSTA, Venezuela — La última vez que Génesis Vasquez oyó la voz de su esposo, éste estaba a punto de subir al pequeño bote de madera que iba a llevarlo desde Venezuela a la vecina isla de Curaçao. Incapaz de encontrar un trabajo fijo en Venezuela y con problemas para mantener a su familia, Jóvito Gutiérrez Yance confiaba en encontrar nuevas oportunidades fuera del país.
“Reza por mí y enciende una vela”, le dijo a Génesis antes de despedirse de ella y sumarse a los 30 pasajeros que abarrotaban la frágil embarcación. Salieron del puerto de San José de la Costa poco antes del amanecer.
El barco nunca llegó a Curaçao. Volcó cerca de la costa suroriental de la isla el 10 de enero. Las operaciones de búsqueda y salvamento dirigidas sobre todo por las autoridades de Curaçao se vieron dificultadas porque, unos días antes, el gobierno venezolano había ordenado el cierre temporal del tráfico aéreo y marítimo con Curaçao y dos islas vecinas. Los equipos de salvamento recuperaron sólo cinco cuerpos. El resto de los pasajeros, incluido Jóvito, sigue en paradero desconocido.
“Fue por nosotros, por nuestros sueños”, dice Génesis un día de calor sofocante en su casa del noroeste de Venezuela. La pareja no podía permitirse tener los hijos que deseaban, explica. Lo único que puede hacer ahora Génesis es esperar noticias, sus sueños de una familia hechos añicos.
Venezuela está en medio de una crisis de derechos humanos que está obligando a las personas a hacer el desesperado y peligroso viaje de 60 millas a la isla caribeña neerlandesa de Curaçao en busca de seguridad y subsistencia. Muchas huyen de la persecución política tras la represión del gobierno a la disidencia que ha causado la muerte de al menos 120 manifestantes.
Algunas se marchan porque ya no pueden alimentar a su familia debido a la hiperinflación y la escasez crónica de comida. Otras han partido en busca de un sistema de salud que funcione y de medicamentos que ya no pueden encontrar en Venezuela. El naufragio de enero fue un indicio de hasta qué punto es desesperada la situación.
La esposa de Jóvito está atrapada ahora en un tortuoso limbo, sin noticias de su esposo. Los padres de Jeanaury Jiménez, de 18 años, cuyo cuerpo fue recuperado tras el hundimiento del barco, alternan la pena con la preocupación por el futuro.
Jeanaury ya había sido expulsada una vez de Curaçao y había prometido a sus padres que nunca repetiría el peligroso trayecto. Pero cuando sus hermanas gemelas nacieron prematuras, la familia pasó apuros para alimentarlas y Jeanaury decidió volver a Curaçao con la esperanza de encontrar trabajo.
Unos días después de que se encontrase el cuerpo de Jeanaury, su madre pasea por la casa familiar, en la localidad costera de La Vela de Coro, con las bebés gemelas en brazos. No encuentra leche ni leche maternizada para ellas. Su padre mira fijamente al suelo mientras explica que su salario como chofer de camión ya no es suficiente para cubrir las necesidades de la familia. Hay fotos de Jeanaury en las paredes de la sala.
Mientras familias como la de Jeanaury se preguntan de dónde vendrá su próxima comida, las vías de salida de Venezuela son cada vez más inaccesibles. El precio de un vuelo o incluso el viaje por tierra es demasiado caro para la mayoría de la gente, y el cierre intermitente de las fronteras ha propiciado la aparición de peligrosas rutas clandestinas controladas por pasadores. Mujeres, niños y niñas, adolescentes y comunidades indígenas son especialmente vulnerables a los problemas relacionados con la salud y la seguridad.
Muchos países vecinos carecen de un sistema de asilo para ayudar a las personas venezolanas cuando llegan, y en los últimos años, varios han endurecido los controles migratorios destinados a esta población. En 2016, la gobernadora de Curaçao, Lucille George-Wout, pronunció un discurso incendiario en el que afirmó que “casi todas las personas que llegan proceden exclusivamente de las áreas de la delincuencia, los empleos ilegales y la prostitución”.
La gente sigue marchándose, dispuesta a arriesgarse a sufrir discriminación y a hacer el peligroso trayecto para intentar tener una existencia más segura. Según la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, desde 2014, al menos 145.000 personas procedentes de Venezuela han pedido asilo en otros países. Otras 444.000 han solicitado acogerse a otros programas fuera del sistema de asilo que les permitan vivir y trabajar en otro país durante un periodo prolongado.
La familia Razz, de La Vela de Coro, en la costa noroccidental de Venezuela, sabe mejor que la mayoría lo peligroso que puede ser el viaje para salir del país. Normelys, de 34 años, perdió a su esposo Danny en el hundimiento fatal del 10 de enero. Su hermana menor Nereida sigue esperando noticias de su esposo, Oliver, en paradero desconocido. Ambos hombres viajaban a Curaçao en busca de trabajo, y la doble tragedia ha dejado a la familia en circunstancias aún más precarias.
Normelys recuerda la última llamada de teléfono de su esposo Danny antes de que zarpara. “Me dijo: ‘Dile a mis hijas que las quiero; estaré bien adonde vaya. No estés triste’”, dijo. “Tenía la voz de quien se está despidiendo”.
Es habitual que quienes consiguen llegar a Curaçao sean detenidos y expulsados y que intenten una y otra vez llegar de nuevo allí. Danny ya había estado dos veces en Curaçao e incluso había ahorrado dinero suficiente para abrir un negocio de mototaxi en Venezuela, pero los problemas económicos continuos lo llevaron a huir de nuevo a la isla.
Una tercera hermana Razz, Neyra, vivió dos meses en la isla sin documentos en 2017. De vez en cuando limpiaba casas por dinero, pero las batidas policiales eran una preocupación constante. Al final la detuvieron, la tuvieron recluida dos semanas y la enviaron de regreso a Venezuela.
Como muchas personas, Neyra había ido a Curaçao con la esperanza de comprar productos básicos como comida y medicamentos que ya no hay en Venezuela. Enseguida descubrió que las cosas no eran tan fáciles para quienes no tenían documentos de viaje válidos.
“Mi vida allí fue horrible”, dijo. “Quería traer medicinas, comida, pero no te dejan comprar medicinas ni siquiera con un historial médico. Me sentí totalmente impotente”.
Venezuela ignora los llamamientos internacionales para que aborde las causas de la crisis de derechos humanos que está obligando a la gente a marcharse y se ha negado a aceptar la cooperación internacional para garantizar el acceso a alimentos y medicinas. Por el contrario, el gobierno redobla sus medidas represivas, haciendo insoportable la vida para quienes se quedan.
El Estado venezolano tiene la obligación de respetar, proteger y cumplir los derechos humanos de toda la ciudadanía venezolana, y la comunidad internacional debe proporcionar a Venezuela ayuda para ello.
Los países vecinos comparten la responsabilidad de encontrar soluciones regionales. De hecho, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha pedido a los Estados que implementen mecanismos para la protección y el trato humano de las personas migrantes y refugiadas. Perú, Brasil y Colombia han dado algunos pasos en este sentido, pero hacen falta muchas más medidas para prevenir nuevas tragedias.
Dos meses después del naufragio, las familias de quienes siguen en paradero desconocido piden a las autoridades de Venezuela y Curaçao que continúen buscándolos y que hagan pruebas de ADN a los cuerpos que quedan por identificar. Dicen que sus ruegos han sido respondidos con el silencio.
“Venezuela no está bien”, dice Nereida Razz. No ha sabido nada aún de su esposo. Pero afligida y todo, Nereida entiende por qué Oliver tuvo que marcharse.
“Se fue en busca de algo mejor, porque vivir así te parte el corazón”.
28 marzo 2018