“Duermo sobre un colchón en el suelo de una celda con otras cinco personas”, me contó Noori el pasado mes de diciembre cuando me reuní con él en la comisaría de policía de la isla griega de Lesbos, donde lleva seis meses bajo custodia. “No tengo nada para leer en mi idioma. No me han dado una manta limpia desde que me detuvieron”.
Han pasado tres meses y Noori, solicitante de asilo procedente de Siria, donde estudiaba enfermería, sigue ahí. Se diría que el mundo se ha olvidado de este joven de 21 años y voz apacible, pero su caso ha prosperado hasta el máximo tribunal administrativo de Grecia. La sentencia, que está previsto que se pronuncie en los próximos dos meses, no sólo decidirá su suerte, sino también el futuro del tratado migratorio UE-Turquía en su conjunto.
El acuerdo UE-Turquía entró en vigor hace exactamente un año. Dos días antes, los dirigentes europeos se habían reunido en Bruselas y, saltándose sin reparos sus obligaciones internacionales, habían acordado que toda persona que llegara de manera irregular a las islas griegas sería devuelta a Turquía, solicitantes de asilo incluidos.
A cambio, Turquía recibiría 6.000 millones de euros para atender a la inmensa comunidad de refugiados que acogía el país, los nacionales turcos podrían viajar a Europa sin visado y, cuando disminuyera el número de llegadas irregulares, se activaría un programa humanitario de carácter “voluntario” para trasladar a personas sirias desde Turquía hasta otros países Europeos.
Pero la premisa en que se basaba el acuerdo —a saber, que Turquía es un lugar seguro para las personas refugiadas— era errónea. En los meses siguientes a la entrada en vigor del acuerdo, los comités de apelaciones sobre asilo de Grecia resolvieron en muchos casos que Turquía no ofrecía protección real a los refugiados.
En su lugar, todas las solicitudes de asilo debían ser evaluadas en Grecia, y la población refugiada quedó atrapada en las islas griegas soportando condiciones de miseria e inseguridad.
Sin embargo, en junio de 2016, nuevos comités de apelaciones sobre asilo griegos decidieron que Turquía ya no era un país “inseguro” para las personas sometidas a devolución. La validez de esta apreciación es el eje en torno al cual gira la causa judicial de Noori.
A lo largo del último año, los dirigentes europeos han intentado presentar el acuerdo UE-Turquía como un éxito, y algunos incluso lo han promovido como modelo reproducible en otros lugares. Para estos líderes, lo único que importa es que el número de llegadas irregulares a Europa ha caído notablemente, incluso a corto plazo.
Otras partes del acuerdo, como la promesa de una vía significativa, segura y legal de salida de Turquía, siguen en gran medida sin cumplirse. A fecha de 27 de febrero de 2017, el número de refugiados sirios trasladados de Turquía a Estados miembros de la UE era de 3.565, una cantidad insignificante, sobre todo si se compara con los 2,8 millones de personas sirias que actualmente hay en Turquía.
En las islas griegas se evidencia el trágico coste humano del acuerdo. Miles de solicitantes de asilo, sin permiso para marcharse, viven en un tortuoso limbo. Hombres, mujeres, niños y niñas se consumen en condiciones inhumanas, durmiendo en endebles tiendas de campaña y soportando nevadas, y en ocasiones sufren violentos crímenes de odio.
En Lesbos han muerto cinco refugiados, uno de ellos menor de edad, debido a estas condiciones. Tras la muerte de tres hombres en el campo de Moria en enero de 2017, un hombre que residía allí contó lo siguiente a Amnistía Internacional: “Es una fosa para seres humanos. Es el infierno”. Otro refugiado sirio de 20 años dijo: “Huí de Siria para evitar la cárcel, y ahora estoy encarcelado”.
Según ha documentado Amnistía Internacional en los últimos 12 meses, algunos solicitantes de asilo sirios han sido devueltos a Turquía sin poder acceder al procedimiento de asilo ni presentar recurso contra su devolución, en contravención del derecho internacional. Otros han retornado “voluntariamente” a Turquía debido a la miseria que soportaban en las islas griegas.
En Turquía, la población refugiada siria recibe protección temporal, pero finalmente es abandonada a su suerte. Turquía no reconoce plenamente la condición de persona refugiada a los no europeos, y las condiciones en el país indican que el Estado turco no es capaz de brindar protección efectiva como exige el derecho internacional. Eso significa que los tres millones de refugiados que hay en el país, casi en su totalidad no europeos, no tienen forma de valerse por sí mismos. Las autoridades turcas, ya en dificultades para satisfacer las necesidades básicas de la gente, no están garantizando a las personas refugiadas y solicitantes de asilo la posibilidad de vivir con dignidad. Según ha podido documentar Amnistía Internacional, Turquía ha llevado a cabo devoluciones de solicitantes de asilo y personas refugiadas a países donde corrían peligro de sufrir graves violaciones de derechos humanos, como Siria, Irak y Afganistán.
Está claro que, en lugar de intentar devolver a personas refugiadas y solicitantes de asilo a Turquía, la UE debería trabajar con las autoridades griegas para trasladarlas con urgencia a territorio continental griego para que sus casos sean procesados. Los gobiernos de la UE deberían proporcionar vías seguras y legales para que solicitantes de asilo como Noori puedan llegar a otros países europeos, como la reubicación, la reagrupación familiar o los visados humanitarios.
Si el tribunal rechaza la solicitud de Noori, podría ser devuelto a Turquía, y con ello sentaría un precedente que abriría las puertas a nuevas devoluciones irresponsables.
Pero el acuerdo UE-Turquía podría tambalearse incluso antes. El verano pasado, el presidente de la Comisión Europea reconoció que el acuerdo era inestable y podía malograrse. Esta semana, el ministro turco de Asuntos Exteriores, Mevlüt ÇavuÅŸoÄŸlu, amenazó con cancelar el acuerdo unilateralmente en medio de la trifulca diplomática con Países Bajos.
Noori, que tiene diagnosticado un trastorno de estrés postraumático y ha contraído sarna debido a las pésimas condiciones de detención, se ha convertido involuntariamente en una figura emblemática de esta crisis de refugiados. Pero, en el aislamiento de su celda de Lesbos, eso prácticamente no significa nada. “Si me dejaran libre, continuaría mis estudios”, me cuenta. “Y me gustaría saber cómo está mi madre.”