Desesperada por la contaminación del río Marañón, que cambió la vida en Cuninico, su comunidad en la Amazonía peruana, Flor de María Paraná tomó una botella de gaseosa de medio litro, la llenó de agua con petróleo y la llevó a una audiencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en Chile.
Nombrada “Madre Indígena” por el pueblo kukama de Cuninico, Flor ya había participado en varios foros e incluso había dado su testimonio en el Congreso de la República. Pero siempre le parecía que no alcanzaban a comprenderla o que la escuchaban un rato y luego se olvidaban. Esta vez sería diferente.
“Escuché calladita como negaban que había contaminación,” dice Flor sobre el testimonio de los abogados de Petroperu, la empresa estatal que opera el oleoducto donde ocurrió un grave derrame en 2014.
“Ahora van a saber de cerca”, pensó, antes de sacar la evidencia que llevaba. “Acá les traigo una botella de agua con petróleo, del agua contaminada”, dijo, “para que me crean”.
El río tiene un valor especial para los kukama. Al ser comunidades que históricamente viven en las orillas, la vida, los mitos y la cosmovisión del pueblo están ligados al agua. El Marañón provee de peces a Cuninico durante todo el año. En la época lluviosa, el río crece e invade las calles de las comunidades, dejando nutrientes en las chacras al retirarse en verano. Las comunidades locales también toman el agua del río (después de hervir o filtrarlo) y lo usan para cocinar. Además, el río es diversión. A 36 grados de calor, los niños y niñas corren a lanzarse al agua, chapotear y jugar con sus pelotas.
Pero en 2014, luego de que 2.358 galones de petróleo cayeran al río, quedó prohibido acercarse al río. El Marañón quedó con una alta presencia de metales tóxicos.
Cuando Flor supo que en el río se había derramado petróleo, sintió un dolor en el pecho. Había llevado a su pequeño hijo, José Manuel, a bañarse cerca de una cocha donde siempre pescaba con su esposo. “Con el agua de petróleo, eso le he echado”, dijo sobre su hijo, quien señala empezó a enfermar y presentó sarpullido.
Flor estaba agobiada, pero no se quedó de brazos cruzados. Se encargó personalmente de informar a las vecinas. Las reunió y les contó sobre los peces muertos y los peligros del derrame. La mayoría ya había visto las vísceras sancochadas de los pescados al abrirlos para la sopa. La escucharon y tomaron precauciones. La emergencia sanitaria y ambiental alarmó a todos.
La labor de Flor siempre ha sido educativa. Hace 18 años se hizo agente pastoral en una parroquia de Santa Rita que está a una hora de Cuninico. Así empezó a conocer sobre primeros auxilios, salud y prevención. Cuando llegaron noticias de derrames de petróleo y contaminación, se puso en alerta y estudió todo lo que pudo sobre el tema. “Luego me nombraron ‘Madre Indígena’, yo tenía que saber, que prepararme”, dice.
En el ingreso a la casa de Flor hay una cartulina decorada con su título honorario. Al lado, hay una pintura colorida que representa la flora y fauna del Amazonas, un regalo de su otro hijo, un artista que vive en Yurimaguas. Cuando mira esos cuadros, Flor piensa en su infancia y en su chacra, a unos metros del río.
Cuninico está al margen de uno de los ríos más imponentes de Perú, pero no tiene acceso a agua limpia. En 2017, el gobierno declaró la zona que incluye Cuninico en “emergencia sanitara” por la contaminación de las fuentes de agua. La población de Cuninico quedó con la pregunta: ¿de dónde se obtendría el agua?
“Para cocinar, para bañarnos, así para todo, juntamos agua de la lluvia en unos baldes”, Flor cuenta. “Por eso cuando llueve estamos alegres, pero si no se oscurece el cielo, nos quedábamos sin agua”.
Su lucha por la comunidad le ha llevado en varias ocasiones a Lima, donde ha hablado con ministros, congresistas, ONGs, periodistas y otros funcionarios públicos – a pesar de no gustarle los viajes largos y tener que cargar siempre medicación y llevar a su hijo menor al lado.
“Les pido que luchen por Cuninico, eso es lo que les pido, porque necesitamos salud, un doctor especializado en metales pesados”, afirma. “Como madre eso me preocupa, porque todos son como mis hijos”.
El asombro de los magistrados y los funcionarios en la audiencia de la CIDH fue evidente cuando vieron la botella con petróleo que Flor había llevado desde Cuninico. La CIDH le dio la razón a Flor y a Cuninico. Se dictó una medida cautelar a favor de la comunidad por la falla del el Estado peruano en atender los reclamos de salud de la comunidad. La remediación era urgente.
A raíz de los reclamos en Cuninico, el gobierno ha implementado un tanque purificador de agua. Se les provee de dos horas de agua al día a la comunidad a través de algunos caños instalados entre las casas. El gobierno está construyendo una planta purificadora en la zona que tardará unos meses en concluirse. Otros ofrecimientos han aparecido como capacitaciones para huertos y máquinas de coser.
Flor quedó asombrada cuando activistas de Amnistía Internacional llegaron para entregarle unas tres mil cartas con mensajes de todos lados reconociendo su trabajo como defensora de derechos humanos. “Todo esto es por mí”, dice, incrédula, a pesar de que su lucha ambiental ha trascendido. Empieza a reír a carcajadas, abriendo cada sobre y mirando los dibujos y los mensajes en crayola, en papeles de colores. “Mira cómo me han dibujado” dice, al ver un papel donde un niño había pintado a Flor, su esposo y sus hijas.
Flor trata de transmitir todo el conocimiento que tiene, de la mejor forma posible. A veces quiere retirarse y ser solo agente pastoral, pues el camino no es fácil. Pero sigue denunciando con coraje la situación que viven las comunidades afectadas por la contaminación tóxica.
“Yo quisiera que estemos todos en armonía. Antes teníamos medicina vegetal, no necesitábamos todas estas medicinas”, dice. La moviliza el amor a su río, a sus hijos, a su casa con vista frente al río.
“Yo quisiera que nos apoyen”, concluye, “no por mí, por Cuninico”.
Por Gloria Alvitres Aliaga, periodista con interés en temas ambientales.