Durante una visita que hice a Perú el año pasado, tuve el honor de conocer Melchora Surco, mujer indígena del pueblo andino de Alto Huancané que lleva años luchando por agua limpia para su comunidad.Melchora tenía 63 años, pero parecía mayor debido al desgaste causado no sólo por problemas de salud provocados por el agua contaminada con metales tóxicos, sino también por su lucha por conseguir que el gobierno peruano detenga la contaminación de la única fuente de agua fresca de su comunidad.

Aun así no mostraba ninguna señal de estar cediendo en su empeño, algo que, en un país donde las personas indígenas llevan decenios siendo tratadas como ciudadanos de segunda clase, requiere de tenacidad y valentía ilimitadas.

Ahora que llega el final de mis ocho años como secretario general de Amnistía Internacional, es el momento de reflexionar sobre el gran número de activistas que he conocido que, como Melchora, se enfrentan a cualquier obstáculo para hacer rendir cuentas a los poderosos. Estoy totalmente convencido de que el hecho de que sean tan fuertes y tan numerosos es la refutación más clara con que cabe responder a quienes sostienen con escepticismo que los derechos humanos están acabados.

Es cierto que los derechos humanos están siendo objeto de ataques y que son muy pocos los lideres dispuestos a defenderlos y a ejercer un liderazgo moral en un escenario global cada vez más fragmentado. La retirada de Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas es el último ejemplo de ello.

Es cierto que las Naciones Unidas están en una situación de estancamiento y no pueden garantizar justicia internacional por atrocidades masivas mientras los países ponen sin disimulo sus propios intereses por encima de los principios, ya sea en Myanmar, en Siria o en Gaza.

Y es cierto que la represión avanza en países como Turquía, cuyas cárceles acogen a casi la tercera parte de todos los periodistas encarcelados del mundo; Filipinas, donde la terrible “guerra contra las drogas” del presidente Rodrigo Duterte ha matado a miles de personas, y Hungría, donde el gobierno ha lanzado un ataque sin cuartel contra las ONG que ayudan a las personas migrantes.

Sin embargo, lamentarse sin más por los derechos humanos no sólo es derrotista, sino también infundado.

Aunque este ambiente hostil pone claramente de manifiesto que no podemos dar por sentado ninguno de nuestros derechos humanos, creo que es igualmente evidente que las ansias de justicia de la gente son más fuertes que nunca.

Muestra de ello es el inspirador ejemplo del movimiento de adolescentes estadounidenses que organizaron una de las mayores marchas de los últimos tiempos para exigir un control más estricto de las armas tras los disparos contra sus compañeros y compañeras del instituto de Parkland, Florida.

Matt Deitsch, uno de los representantes del activismo juvenil que impulsó el movimiento, dijo en una reciente reunión de jóvenes activistas globales convocada por Amnistía Internacional que, aunque su grupo se topa con personas que gastan miles de dólares en desprestigiar su labor, han aprendido a vencer el miedo a alzar la voz: “Si tu agenda es salvar vidas humanas, debes impulsar esa agenda sin parar y no tener miedo, porque defiendes algo bueno”. Es lo mismo por lo que han pasado ya innumerables activistas de todo mundo a pesar de lo mucho que les ha costado en muchos casos.

Los movimientos populares no son sólo muestras de resistencia y protesta, sino también una vía de cambio. No hace falta consultar los libros de historia para saber que es así. El año pasado vimos aparecer grietas en situaciones que solo unos meses antes parecían insuperables.

Un ejemplo es el caso de Ni Una Menos, movimiento de toda Latinoamérica que ha reunido a miles de mujeres e incluso hombres para clamar contra la epidemia de violencia de género en toda la región.

Fundado en el concepto en absoluto radical de que las mujeres son personas y, por tanto, llevan mucho tiempo privadas de sus derechos humanos, Ni Una Menos está teniendo ya un impacto visible: el mes pasado, la Cámara de Diputados argentina aprobó en votación un proyecto de ley que legaliza el aborto hasta las 14 semanas.

Fue el acto mismo de las mujeres agrupándose para alzar la voz contra una injusticia insoportable lo que dio ocasión a este cambio transformador.

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